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Dante e Bonifacio VIII
1.
Introducción
Es
cierto que básicamente las relaciones entre el Imperio y el Papado fueron
generalmente tumultuosas a lo largo de la historia, pero en el siglo XIV se
profundizaron las diferencias y los conflictos adquirieron características
particulares, ya que dos relevantes personalidades de destacado peso intelectual
van a colisionar en el terreno específico de la teoría política: el Papa
Bonifacio VIII, defensor de la supremacía del poder espiritual, con un bagaje
intelectual jurídico notable, plasmará sus ideales en la Bula
Unam
Sanctam (1302) que reafirma el poder de la Iglesia sobre el Imperio. Por su
parte, el poeta florentino
Dante
Alighieri, decidido colaborador del partido del
emperador, construye en su escrito político
De
Monarchia (1313) el fundamento de independencia del poder
temporal.
Lo
paradójico de ambas personalidades es que, si bien parten de posiciones filosófico-políticas
contrapuestas, confluyen en relevantes coincidencias en la concreción de sus
objetivos finales. Aunque oponentes en cuanto al enfoque sobre la naturaleza del
poder, ambos comparten la necesidad de alcanzar el ideal de unidad y
universalidad, en momentos en que el orden medieval se resquebraja ante la
independencia de los reyes y el surgimiento de los estados nacionales.
En
el desarrollo de esta tesis, se procederá a examinar en primer término, el
contexto histórico en que se desenvolvieron Dante y Bonifacio VIII, luego se
ahondará en los argumentos político-religiosos y filosóficos que sustentaron
sus respectivas obras, para concluir analizando tanto sus divergencias en cuanto
al origen del poder, como las similitudes de sus propósitos finales.
2.
Contexto histórico
En 1294 ocupa el trono de San Pedro Bonifacio VIII, prestigioso jurista que, al decir de Dino Compagni - contemporáneo y amigo de Dante - “fue hombre de gran ardor, y alto ingenio que guiaba la Iglesia a su modo, abatiendo al que no consentía” [1].
Al
Pontífice le cupo ser testigo de un período histórico en el que la armonía
del orden mundial que se desarrollaba desde la época primitiva de la sociedad
cristiana, comenzaba a desmembrarse ante el avance de las ideas
aristotélico-tomistas.
Santo Tomás afirmaba, reelaborando a Aristóteles, que el Estado y la Iglesia
se diferenciaban desde sus orígenes ya que el primero era producto de una
creación natural, mientras que la segunda derivaba de un orden supranatural.
Por lo tanto, desde el punto de vista del origen, Tomás sostenía que el Estado
era independiente de la Iglesia y por ende, del Papado. Concluyendo que con el
Estado aparece el concepto del ciudadano autónomo e independiente del poder
eclesiástico, a pesar que desde el punto de vista de la fe, éste pertenece al
rebaño de Cristo.
Este
innovador pensamiento, acompañado por un creciente proceso de secularización,
inaugura una poderosa corriente política que terminará cuestionando los
fundamentos totalizadores de la autoridad tal como la entendía el Papado.
Bonifacio,
lejos de buscar el equilibrio, se preparó para la contienda que se avecinaba,
ya que los reyes de Francia e Inglaterra daban claros indicios de pretender
socavar su autoridad. El conflicto se desencadenó al ser integrada Escocia al
reino de Inglaterra en 1292. A pesar de ello, el monarca escocés se inclinó
por la guerra, desconociendo la unión forzada de los dos reinos. Esta crisis
favoreció al rey de Francia Felipe el Hermoso, que aprovechó el conflicto para
recuperar territorios continentales.
Eduardo
I, con la ayuda del rey alemán, Adolfo de Nassau, declaró la guerra a Francia
con la excusa de recuperar territorios imperiales. La guerra comenzó en
junio de 1297 con el desembarco de Eduardo en Flandes.
Estos
acontecimientos aceleraron la crisis que se gestaba contra la facultad que el
Papado se arrogaba de intervenir sobre los pueblos y sus príncipes, por el mero
hecho de ser miembros de la Iglesia.
Felipe
el Hermoso y Eduardo, a punto de enfrentarse, habían rivalizado en gastos
militares y para solventarlos cargaron con impuestos a los bienes de la Iglesia;
Bonifacio VIII creyó que era el momento apropiado para recordarle a los
príncipes,
los límites que le asignaba la teoría hierocrática al poder temporal. La bula
Clericis Laicos (1296) prohibía
terminantemente a los laicos cobrar impuestos a los clérigos sin consentimiento
del Papa, amenazando con la excomunión a los religiosos que desobedecieran y a
los funcionarios seculares que recibieran el dinero. No era precisamente el Pontífice
quien desconocía las tradiciones sobre las inmunidades financieras del clero
vigentes desde fines del imperio romano, sino los reyes.
Eduardo
y Felipe no sólo no acataron la bula y continuaron recaudando el impuesto
prohibido, sino que este último impidió la salida de monedas y letras de crédito
fuera del reino, haciéndole perder al Papado las rentas que le enviaba Francia.
Esta medida lesionaba al poder espiritual en sus intereses vitales, al mismo
tiempo, que convertía al estado en paladín del descontento nacional, contra la
explotación de la Iglesia territorial por el fiscalismo de Roma.
El
conflicto entre los poderes no se hizo esperar, y estalló cuando Felipe ordenó
la prisión del obispo de Pamiers Bernardo Saisset, condenado por rebelión,
herejía, blasfemia y simonía al oponerse a la confiscación de algunos feudos
supuestamente pertenecientes a la Iglesia. Normalmente se consideraba que los
obispos, estaban sujetos a la jurisdicción papal.
Ante
este nuevo desafío laico, Bonifacio pretendió reafirmar su autoridad exigiendo
la liberación del obispo, y mediante la publicación de la Bula Ante promotionem (1301) ordenó
a todo el clero francés que acudiese a Roma, para celebrar un concilio que
preservara las libertades de la Iglesia. Asimismo le recordaba al rey a través
de la Bula Ausculta Fili (1301)
que
Dios había colocado al sucesor de San Pedro por encima de los príncipes y de
los Estados.
Felipe,
como respuesta, promovió un gran debate con el protagonismo del pueblo,
convertido ahora en firme defensor de la soberanía real. En la iglesia de
Notre-Dame (1302) se reunieron los Estados Generales, donde circularon falsas
bulas que injuriaban al rey y supuestas respuestas injuriosas al Papa. Mañosamente
preparada la escena, se arrastró a las tres órdenes a tomar partido a favor
del rey, lo que en realidad no era otra cosa que la reivindicación de la
soberanía temporal frente a las
pretensiones del Papado. Bonifacio ciertamente no comprendió el momento y lanzó
un ultimátum amenazando con la excomunión. Felipe, que comprendió que estaba
en juego el principio de la soberanía real, logró que Bonifacio fuese acusado
en la corte de Louvre con los cargos de elección ilegal, simonía, inmoralidad,
violencia, irreligión y herejía, obteniendo el tribunal la autorización real
para apoderarse del Papa, arresto que se concretó el 7 de septiembre en Anagni.
El
último documento solemne que promulgó Roma
fue la célebre Bula Unam Sanctam (18
de noviembre de 1302), afirmando su supremacía sobre el poder temporal y
oficializando la teoría hierocrática. Esta declaración de principios será,
cuestionada por Dante Alighieri, uno de los hombres más brillantes de la época.
El poeta, mayormente asociado a
La
Divina Comedia, ejerció en su tiempo un rol político preponderante. Partidario de
los güelfos blancos, representó a Florencia como embajador en Roma en momentos
en que su ciudad natal se encontraba en un agitado torbellino político.
En
1302, y ante la toma del poder de su ciudad por los güelfos negros apoyados por
las fuerzas de Carlos de Valois, fue acusado de malversar fondos públicos, de
provocar desórdenes entre los güelfos, y de desobediencia al Pontífice. Al no
presentarse a declarar en el juicio que se le seguía, fue sentenciado a pagar
multa, a dos años de destierro, inhabilitación de por vida para ejercer cargos
públicos, confiscación de sus bienes, y condenado a morir en la hoguera.
Se
refugió en Verona, desde donde supo observar con fina agudeza la realidad política
desgarrada por las pasiones, los apetitos entre las facciones, los pleitos
desatados por los grupos sociales y las luchas entre las Signorías. Frente a
este caos, se entusiasma con la personalidad del novel emperador germano, que soñaba
con la gloria de ceñir en Roma la corona para reconciliar el Imperio con el
Papado. Es que en medio del desorden, Enrique VII aparece como el restaurador
del orden, la paz y la justicia, perfilándose como el contrapeso deseable
frente al creciente poder papal. Inspirado en estos principios, Dante contribuye
al fundamento y fortalecimiento imperial, redactando su obra De
La Monarchia.
3.
Los pensamientos opuestos
Las
diferencias que separan a Dante de Bonifacio VIII se vinculan especialmente con
sus concepciones sobre el origen y el alcance del poder temporal y espiritual,
que les sirven a ambos para construir la armazón de sus ideales políticos.
En
noviembre de 1302, Bonifacio VIII emite la Bula Unam Sanctam que sintetiza el pensamiento pontificio hasta ese
momento. Sin embargo, su alcance excede la
Dictatus
Papae (1075) de Gregorio VII. Para
Bonifacio, la Iglesia debe ser gobernada sólo por una cabeza (Jesús) y nunca
por dos. Ahora bien, quien lo representa en la tierra es su Vicario, el Papa, y
por lo tanto solamente a él le
corresponde gobernar a la cristiandad. Tal como afirma Ullmann «no podía
existir ninguna otra comunidad terrenal que junto a la autoridad omnicomprensiva
pudiera ostentar una exigencia jurídica de autonomía» [2].
Como
sucesor de Pedro, el Papa poseía “las dos espadas” (entendidas como el régimen
espiritual y el temporal) según se desprendía del Evangelio de San Lucas (XXII:38).
Y advertía que quien negare esta afirmación, desconocía la palabra de Dios.
Sin embargo, y en virtud de la división del trabajo (principio básico de la
teoría hierocrática) el Papa no empuñaba ambas espadas, sino que poseía una,
la espiritual, mientras que la temporal era entregada con su consentimiento al
poder secular. Esta tesis se vinculaba con las enseñanzas de San Bernardo, que
sostenía que las dos espadas constituían el poder de coerción del Papa en el
ámbito espiritual y temporal. La innovación de Bonifacio VIII es que extiende
esta práctica a los reyes que no habían ceñido la corona imperial,
reafirmando que sólo a él le competía instituir y el poder.
Se
arroga la facultad de juez del poder temporal, siguiendo las enseñanzas de Hugo
de San Víctor, que predicaba: «el poder espiritual instituye el poder
terrenal y lo juzga si resulta que no es bueno, pero él es instituido por Dios,
y cuando se desvía sólo puede ser juzgado por Dios» [3].
La Bula finaliza exhortando a los hombres, a someterse al Papa con el fin de
encontrar la salvación. De esto se derivaba que cualquiera que escapara a la
autoridad pontificia, terminaba en definitiva resistiéndose al poder del
Creador. Esta aseveración, se apoyaba en la Carta
a los Romanos de Pablo (XIII:4), donde explicaba que la autoridad era un
instrumento de Dios para guiar al cristiano a alcanzar el bien.
Dante
va a refutar los fundamentos e interpretaciones de Bonifacio, con la pretensión
de crear las bases doctrinarias que sustenten el origen de una monarquía
universal e independiente del poder y alcance del Papado. Impugna la visión
totalizadora que tenía el Papado del cristianismo, al pretender abarcar todos
los aspectos del hombre asegurando que no existía la salvación fuera de la
Iglesia y de la obediencia a sus normas. Esta visión sostenía que la vida en
la tierra era un peldaño para alcanzar esa vida celestial a la cual todos los
cristianos debían aspirar. En este sentido, la Iglesia poseía una visión
universal, y Dante va a tomar este concepto de universalidad pero despojándolo
su contenido religioso.
Encara
dos conceptos fundamentales, el de Humanitas y el de Cristianitas.
El primero estaba integrado por todos los hombres sin tener en cuenta sus
creencias y el segundo por los que constituían la grey de Cristo. Como ambos
conceptos provienen de diferentes orígenes, se regían mediante normas y
principios distintos. En esta concepción, el hombre era ciudadano en relación
con la Humanitas y súbdito con
respecto a la Iglesia (Cristianitas).
En la primera tenía libertad de elección, mientras que en la segunda debía
acatar la ley proveniente de una autoridad superior. Por lo tanto, se observa un
renacimiento del hombre pero no por medio del bautismo, sino que renace a la
vida de ciudadano, independiente y despojado de todo ámbito religioso.
Dante in un particolare del Giudizio Finale di Giotto (Firenze, Cappella del Bargello)
La
humanidad, pensaba Dante, debía ser gobernada por una monarquía temporal,
también llamada imperio que «es el principado único, superior a todos los
demás poderes en el tiempo y a los seres y cosas que por el tiempo se miden» [4],
o sea, el Monarca Universal. A esta autoridad la imagina por encima de los príncipes
por poseer una jurisdicción mayor, correspondiéndole dirimir los litigios,
garantizar la justicia y fundamentalmente garantizar la libertad «que es el máximo
don conferido por Dios a la naturaleza humana» [5].
Dante tomaba la idea del Imperio universal, basándose en el Antiguo Imperio
Romano, ya que éste era soberano y fuera del mismo no había ningún territorio
independiente.
En
su pensamiento, Dante respetaba que el Papa tuviera su propio ámbito de
influencia (el supranatural) pero a su vez, el emperador debía tener el suyo,
ya que ambos perseguían distintos fines. Dice: «el Papa conduce a la
humanidad a la vida eterna, el emperador la dirige hacia la felicidad temporal»
Lo
que él afirmaba, en definitiva, era que la cristiandad y el Imperio poseían
leyes distintas. Por lo tanto, el hombre poseía una finalidad que se encontraba
en este mundo y otra en el más allá. Esta dualidad, sin embargo, no derribaba
la idea de unidad deseada por Dante ya que «al Imperio y Papado en cuanto
tales deben colocarse en la categoría de la relación y ser ordenados a lo que
exista en ese género» [7].
Al poseer ambos distintas esencias, «deben ser reducidos a algo que encuentren
su unidad y esa unidad será el mismo Dios» [8].
De esta manera, ambos poderes provenían de una misma fuente y uno no creaba al
otro.
Sin
embargo, ambos deben mantener sus propias funciones y normas, tal como el
florentino demostrará cuando analice la teoría por la cual el Papa tenía el
poder de atar y desatar todo, ya que era el heredero de Pedro. Dante, apoyándose
en Mateo (XVI:19) [9],
explica que el Pontífice como sucesor del apóstol y por gracia divina, puede
ligar y desligar todo, e inferir que puede hacer lo mismo con las leyes y
decretos del Imperio. Para Dante el término ”todo” es tomado por el Papa en
sentido absoluto, por lo tanto, si se acepta este razonamiento, también podría
desatar a la mujer del marido y unirla a otro. Dante aconseja no tomar el término
“todo” en sentido absoluto, sino que es preciso que tenga relación con
alguna función específica, tal como lo explica en el siguiente ejemplo: Cuando
Cristo le dice a Pedro «Te daré las llaves del reino de los cielos»
(Mateo, XVI:19) Dante interpreta que esta frase equivale a decir «te haré
portero del reino de los cielos» por lo tanto, aquello que Pedro podía ligar
se correspondía al reino de los cielos, no teniendo injerencia sobre los
asuntos del mundo terrestre. Por carácter transitivo, al Papa no le correspondía
abarcar los asuntos del poder temporal.
Al
sostener que el poder del emperador debe ser independiente del Papado por
provenir su autoridad directamente de Dios, Dante se identifica con el
pensamiento de Santo Tomás, y sostiene que «lo que se recibe de la naturaleza,
se recibe de Dios» [10],
por lo tanto la autoridad del Imperio procede del Creador sin ningún tipo de
intermediario. Si bien Dante rechaza
la pretensión que subordina el poder del emperador al Papado, acepta que el
emperador reciba cierta luz del Pontífice. Esto implica el reconocimiento del
versículo sobre la creación «Hizo, pues, Dios dos luminares grandes, el
mayor para gobierno del día y el menor para gobierno de la noche y las
estrellas» [11].
Pero
mientras los hierócratas veían en la alegoría del sol y la luna la
representación de los poderes terrenales interpretando que, como la luna posee
menor intensidad de luz, recibía del sol la necesaria para brillar y de allí,
inferían que el poder temporal recibía su poder del espiritual, Dante
interpreta que para un mejor funcionamiento, el Imperio recibe del sol
«luz abundante por la cual actúa con mayor fuerza»
[12].
Esto es, que el Imperio sólo recibe del Papado la luz de la gracia.
No
menos cuestionable le resulta la visión del Pontífice sobre la teoría de las
dos espadas inspirada en los Evangelios. Los hierócratas, basándose en el
texto de San Lucas, entendían que simbolizaba a los dos regímenes, el
espiritual y el temporal. Y como
Pedro sostenía que ambas estaban allí donde él estaba, estos pensadores
sustentaban que los dos regímenes coexistían bajo el mando del sucesor de
Pedro.
Para Dante es errónea la interpretación que le da el Papado a esta teoría centralizadora del poder. Interpreta el florentino que la misma carece de todo fundamento real ya que Cristo no dijo “comprad dos espadas”, sino que mandó que tuvieran doce para que cada uno tuviera la suya y esto lo decía para prevenirlos de su futura prisión y del desprecio que iba a caer sobre ellos [13].
4.
Conclusión
Tras
este análisis sobre las concepciones de Dante y de Bonifacio VIII sobre la
naturaleza y alcance de los poderes temporal y espiritual, cabe plantear y
explicar el objetivo común que en definitiva era su lazo de unión.
Lo
cierto es que ambos hombres tenían visiones totalmente opuestas de la realidad
política de su tiempo. A pesar de ello, los dos buscaron plasmar un mismo ideal
aunque por caminos diferentes. Querían lograr la unidad y la universalidad en
momentos en que las dos potestades rectoras del orden medieval parecían
resquebrajarse.
Pero
en lo que no diferían era en los alcances del poder espiritual, Dante nunca se
opuso a la autonomía de este último ya que su pensamiento era indudablemente
cristiano y para él el gobierno universal debía tener una buena relación con
el Papado.
Lo
que el Papa y el poeta van a rechazar son los peligros que amenazaban a la
sociedad de la época, tratando encontrar las medidas adecuadas que frenaran la
desintegración y la atomización producto de un avance de las autonomías
estatales, y de una mayor independencia de los gobernantes. Si bien sus fines
eran similares, los medios para lograrlos eran contrapuestos. Dante pretendía
alcanzar el fin a través de la monarquía universal, la cual englobaba a toda
la humanidad llevándola hacia los ideales de paz, justicia y libertad. A su vez
Bonifacio, lo intentó a través del poder de la Institución eclesiástica y su
visión totalizadora de unidad y universalidad tan característica de la
sociedad cristiana.
La
lucha que ambos poderes protagonizaron engendró las bases de su propia
decadencia, el Papado romano al enfrentarse con Francia se vio obligado a
trasladar su sede a Aviñón, convirtiéndose en un poder satélite del gobierno
francés. A su vez el emperador Enrique VII, que irrumpe en Italia como el
restaurador del orden y de la paz, se encontró involucrado en una guerra de
facciones que lo subordinó a la política napolitana, desmoronando el sueño de
Dante de ver cristalizado el ideal imperial.
5. Bibliografía
Dante
Alighieri, De La Monarquía, Losada,
Buenos Aires 1986.
Anthony
Black,
El pensamiento político en
Europa, 1250-1450, Cambridge University Press, Cambridge 1996.
Dino
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Crónica de los Blancos y los Negros,
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Jacques
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Goff, La Baja Edad Media,
Siglo XXI, México 1998.
Jurgen Miethke, Las ideas políticas en la Edad
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Henry Pirenne, Historia de Europa, FCE, México,
1956.
Walter
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Historia del Pensamiento Político
en la Edad Media, Ariel, España, 1999.
Walter Ullmann, Escritos sobre Teoría Política Medieval, EUDEBA, Buenos Aires 2003.
1 Dino Compagni, Crónica de los Blancos y los Negros, p. 59.
2 Walter Ullmann, Escritos sobre Teoría Política Medieval, p. 201.
3 Anthony Black, El pensamiento político en Europa, p. 65.
4 Dante, De la Monarquía, I, II.
5 Ivi, I, XIV.
6 Ivi, III, XVI.
7 Ivi, III, XII.
8 Ibidem.
9 Dante, op. cit. III, VIII: «Te daré las llaves del reino de los cielos. Y todo lo que ligares en la tierra será ligado en los cielos y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos».
10 Ivi, III, XIV.
11 Génesis, 1:16. Citado en Dante, op. cit, III, IV.
12 Ivi, III, IV.
13 Ivi, III, IX.
© 2005 Andrea Chiapella; lavoro presentato alle Giornate SAEMED.