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di Ofelia Manzi e Patricia Grau-Dieckmann
Representación del Paño de la Verónica (Mateo Paris, Chronica Majora, primera parte, 1245-1253 circa).
1. Primeras
imágenes cristianas
Tanto en Occidente como en Oriente, el arte cristiano desde muy temprano
plasmó didáctica y evocativamente aquellas figuras que evocaban la divinidad,
incluso cuando la irritante discusión sobre la legitimidad y conveniencia de
representar imágenes no había sido aún zanjada. Para el pueblo judío, la señalada
prohibición de hacer imágenes (Génesis, Deuteronomio, Éxodo, Levítico) no
representó el conflicto que sí se suscitó en la nueva religión.
«La
aparición de las imágenes cristianas estuvo ligada desde un comienzo a la
contradicción existente entre la necesidad de la creación de un lenguaje plástico
orientado a trasladar elementos del dogma y las escrituras a la forma y la
expresa prohibición contenida … [en diversos pasajes de la Biblia]» (Manzi,
1985: 5).
Las primeras representaciones cristianas, circunscriptas a catacumbas y sarcófagos, datan de aproximadamente el año 200 (Grabar, 1985: 17) y presentan un número limitado de temas tomados del Antiguo y del Nuevo Testamento. Entre diversas figuras (orantes, el Buen Pastor), se destacan las imágenes-signo que aluden a la salvación de los protagonistas, como las de Daniel, Noé, los Tres Hebreos, Jonás, Lázaro (Manzi, 1985: 5). «(…) las primeras imágenes surgidas en el seno de las comunidades de cristianos, tiene un rasgo común derivado de la necesidad de enfatizar la existencia de la salvación» (Manzi, 1997: 128).
2. Cambio en la iconografía
2.1.
Sus fuentes
Ya para la época
teodosiana (345-395), las representaciones escapan los muros de las catacumbas y
las caras de los sarcófagos y se ubican en soportes más visibles, resultado de
la aceptación del cristianismo en el imperio. Emerge una iconografía
novedosa que excede el mero sentido salvífico primitivo (Grabar, 1967: 33).
Surgen los temas triunfales, prueba de la vigencia y eficacia de la Iglesia
cristiana, en los que se asimila a Cristo, a sus discípulos y a otros
personajes sagrados con la aristocracia y la burocracia imperiales (Manzi, 2004:
207 y ss).
En pinturas de iglesias,
monasterios, en iconos, manuscritos, tallas en marfiles, etc., se representan
los ciclos de las vidas de Jesús y de María, imágenes que perduran en el
tiempo. No se trataba de un saber que sólo dominaran los religiosos, los laicos
estaban también imbuidos de dicho saber. Esta iconografía resultaba fácilmente
reconocible por el fiel de cualquier condición cultural ya que los relatos que
le daban sustento a las historias no sólo reflejaban fuentes escritas sino que
también respondían a una transmisión oral (Grau-Dieckmann, 2003: 421 y ss).
Las nuevas imágenes sagradas, según posterior declaración del Sínodo de París
de 825, eran «(…) para las gentes instruidas un ornamento y un recuerdo
piadoso y, para los iletrados, un medio de aprender» (Michel, 1962: 8).
En primer lugar, y sin
dudar, su fuente principal fueron los Evangelios canónicos. Del griego evaggelia
(“las buenas nuevas”) se consideran inspirados por Dios y llevan las buenas
nuevas de la vida terrena del Cristo y su palabra y enseñanzas. Escritos por
Mateo, Lucas, Marcos y Juan, a los tres primeros se los llama sinópticos (del
griego synopsis, “visión de conjunto”) pues son similares entre sí
en forma y contenido y fueron redactados en la segunda mitad del siglo I (Marcos
fue escrito después del año 66, Mateo y Lucas entre los años 70 y 80). Diferente
a los anteriores, el Evangelio de Juan se fecha con posterioridad al año 100.
Sin embargo, es notorio que los textos oficiales no fueron suficientes
para producir la riqueza iconográfica que se despliega en las nuevas
representaciones, cuya abundancia de detalles y prodigalidad de situaciones,
diversidad de personajes y elaborada imaginería no puede provenir únicamente
de los Evangelios canónicos. Éstos, escuetos y parcos, presentan una pobreza
descriptiva que coincide con el interés de estas tempranas redacciones
oficiales por enfatizar el alto valor didáctico y moral de sus enseñanzas,
actitud prácticamente incompatible con una adecuada y completa formulación plástica
cuyo vehículo visible es la imaginación. El mensaje debía llegar,
principalmente, a quienes no gozaban del contacto diario con las enseñanzas
religiosas, al pueblo llano.
2.2.
Los textos apócrifos
Por diferentes motivos, y casi simultáneamente a los escritos canónicos,
surgen en las diferentes comunidades cristianas otras redacciones
“paralelas” que explican muchas cuestiones poco definidas, las iluminan y
aclaran, explican cronológicamente la historia sagrada, calculan años entre
uno y otro episodio, hacen coincidir fechas, agregan nombres a los personajes y
convierten en creíble un relato fragmentado. Respondían
a esas preguntas de los fieles que no encontraban cabida en los textos oficiales.
Se trata de los llamados Evangelios apócrifos, textos que fueron redactados,
recopilados y descubiertos a lo largo de los siglos y que principalmente se
constituyeron en fuente invalorable e ineludible de la inspiración artística
cristiana.
Forman un corpus
muy disímil: muchos de ellos han llegado hasta nuestros días como textos
incompletos y fragmentarios; algunos han sobrevivido en diversos manuscritos e
incluso han logrado ser reconstituidos en forma completa; otros son de
diferentes épocas y variados autores pero se han fundido a lo largo de los
siglos en una única recopilación. En algunos casos, se los conoce sólo por
menciones o frases sueltas que han perdurado en forma de citas dentro de otros
escritos. Un caso inusual lo constituyen los trece manuscritos descubiertos en
la biblioteca egipcia de Nag Hammadi en 1945 que contienen más de cincuenta
textos gnósticos. Hasta que su tardío hallazgo los reveló ante los ojos del
mundo, sólo se los conocía por menciones y se creía que habían sido
completamente destruidos por la ortodoxia.
Es difícil establecer si
los textos escritos surgieron como consecuencia de los relatos que ya circulaban
oralmente, o si las expectativas y curiosidad de los fieles fueron
deliberadamente satisfechas por historias redactadas ex profeso, aunque
obedecían a distintas intencionalidades doctrinarias, dogmáticas y propagandísticas.
Los Evangelios apócrifos complementan lo que los canónicos no especifican,
llenan los huecos que la memoria o el desconocimiento dejan vacíos y explican
situaciones apenas insinuadas en los textos oficiales. Pero, sobre todo, pueblan
sus relatos con detalles anecdóticos que darán origen a muchas expresiones plásticas,
aunque ciertamente, la sobreabundancia de detalles puede llevar a un obvio
escepticismo en cuanto a su autenticidad (Ranke-Heinemann, 1995: 92).
2.2.1.
Posibles autores y sus ámbitos de creación
La palabra apócrifo proviene del griego apokkruphos (“oculto,
secreto”) y primitivamente sólo se refería a textos considerados de menor
autoridad que las oficiales. El término fue en un principio utilizado por las
comunidades gnósticas para referirse a sus propios escritos ya que consideraban
que transmitían revelaciones secretas. Prueba
de ello son los crípticos Evangelio de Felipe y Evangelio gnóstico
de Tomás, ambos provenientes de la Biblioteca de Nag Hammadi. Este último
comienza su introducción con palabras que advierten sobre el contenido oculto
del enigmático texto: «Éstas son las palabras secretas que pronunció Jesús
el Viviente y que Dídimo Judas Tomás consignó por escrito» (Los
Evangelios Apócrifos, 2002: 372).
Para encontrar cabida y
difusión en los ambientes ortodoxos y extra gnósticos, estos “libros
secretos” fueron atribuidos a algún apóstol o personaje cercano y contemporáneo
de Jesús, y presentados convincentemente bajo la forma de evangelios (De Santos
Otero, 2002: XII).
Sin embargo, esta
literatura no fue originada exclusivamente en sectores heterodoxos –círculos
maniqueos, gnósticos, nestorianos y más tardíamente cátaros– sino que
también hay escritos surgidos en esferas pseudo oficiales, tanto en Oriente
como en Occidente. La intencionalidad, en muchos casos, fue la de ratificar algún
dogma en peligro, como la necesidad de reafirmar la virginidad perpetua de María
(antes, durante y después del parto) para contrarrestar las numerosas menciones
de los “hermanos y hermanas” de Jesús en los textos oficiales (entre otros,
Mt. 12:46-47 y 13:55; Mc. 3:32; Lc 8:19; Jn. 2:12 y 7:3-5), contradicción a la
que hace frente el Protoevangelio de Santiago (compuesto alrededor de
150), sumamente popular en esferas bizantinas.
La mayor parte del corpus
no canónico ha sido redactado y conservado en lenguas griega, siríaca, armenia,
copta, georgiana, eslava, etíope, árabe y, así, con las múltiples versiones
y traducciones, se logró su principal conservación y pervivencia en el ámbito
oriental. A ello se sumó que ciertos escritos fueron incorporados por la
Iglesia bizantina a su propia liturgia. En
Occidente, muchas veces la difusión de los apócrifos se debió a las versiones
latinas reelaboradas a partir de modelos griegos.
Muchos textos orientales,
como el Protoevangelio de Santiago, se difundieron tardíamente en
Europa. Cuando su traducción se conoció, fue recibida sin interés pues el Evangelio
del Pseudo Mateo –el más popular e iconográficamente el más importante
de todos los relatos apócrifos occidentales– suplía satisfactoriamente el
interés por episodios que no eran mencionados en los escritos ortodoxos. Este
texto fue tomando su forma definitiva con el transcurso de los siglos, como
resultado de la combinación de antiguos manuscritos (sus historias son préstamos
del Evangelio del Pseudo Tomás –
se trata de un escrito diferente del
encontrado en Nag Hammadi
– y de los textos apócrifos Natividad de María e
Infancia del Salvador) y de la adición de nuevas y desconocidas leyendas.
Algunas fuentes se remontan
hasta el siglo I (el Evangelio del Pseudo Tomás contiene párrafos de
los siglos I, II y III; Ranke-Heinemann, 1995: 135 y ss), pero la mayoría se
ubica entre los siglos V y IX (Michel y Peeters [1998: 24] sitúan al evangelio
no antes del siglo IV y probablemente después del VI. M. Nicolas [1998: 24] lo
ubica definitivamente al final del siglo V. De Santos Otero [2002: 76] sostiene
que su composición es del siglo VI. Ranke-Heinemann
[1995: 200] lo ubica en el siglo VIII o IX). En
el siglo XIII se convirtió en la fuente casi inagotable en la que abrevó
Jacobo de Vorágine para redactar su Leyenda Dorada.
2.3.
Temas iconográficos apócrifos
Mimetizado entre las
representaciones canónicas, el arte de origen apócrifo no se distingue del
estrictamente oficial. Ambos conviven en programas iconográficos en los que sólo
los entendidos pueden diferenciarlos. Es justamente esta avenencia lo que
constituye la paradoja de su armónica coexistencia: las autoridades eclesiásticas
son las que les han dado cabida en soportes sacros: frescos, mosaicos, pinturas,
libros, iconos, esculturas. Las escenas que mencionaremos a continuación –apenas
una breve selección de la extensa temática disponible– tienen como exclusiva
fuente los relatos de los Evangelios apócrifos.
En primer lugar se
encuentran, por cantidad y variedad, las escenas de las vidas de Jesús y de María.
El de la Infancia es uno de los ciclos más enriquecidos, tanto en las escenas
de la Natividad (por ejemplo, la combinación de caverna y pesebre, el buey y
burro, la comadrona con el brazo seco, el baño del Niño) como en las que le
siguen cronológicamente, y cuyos motivos han sido tomados del Protoevangelio
de Santiago, del Evangelio del Pseudo Mateo y del Evangelio árabe
de la Infancia. De este último, datado en el siglo VII, se sostiene
tradicionalmente que contiene las historias sagradas que María la copta le
relatara a su esposo el profeta Mahoma.
Natividad Cátedra del Obispo Maximiano de Ravena. Siglo VI. La partera Salomé muestra su brazo paralizado.
Uno de los motivos más enriquecidos es el de los “magos venidos de
Oriente” (el único relato canónico es del de San Mateo. Los otros
evangelistas ignoran esta visita). Una primitiva iconografía los presentaba
como sacerdotes de Mitra, vestidos “a la persa” con pantalones y gorros
frigios, marchando a paso vivo hacia donde se encontraba el Niño con su madre.
Tertuliano (c. 160-230) fue el primero en intentar identificar a los magos con
reyes. Para ello, encontró muy conveniente citar el versículo del salmo 72 (71)
que, adecuadamente, habla de regalos y de tributos «Y los reyes de Tarsis y
las islas le pagarán tributo, los reyes de Saba, los de Arabia le traerán
presentes». La transformación no fue inmediata, ambos tipos de representación
(como sacerdotes persas y como reyes) coexistieron sin conflictos (para más
información sobre el tema, ver Grau-Dieckmann,
Mirabilia
2).
Posteriormente, el Evangelio Armenio de la Infancia (evangelio
apócrifo datado en el siglo VI, durante la época en que el movimiento
nestoriano procedente de Siria intenta establecerse en Armenia; De Santos Otero,
2002:185) recoge esta tradición y sostiene que eran tres hermanos. Melkon
reinaba sobre los persas, Gaspar era rey de la India y Baltasar era el rey de
Arabia. De esta manera, ya más frecuentemente, aparecen las coronas, las capas
brocateadas y otros despliegues de riqueza propios de su calidad real, a más de
otros detalles que surgen exclusivamente de los apócrifos.
En 649 el concilio de Letrán declaró dogma la triple virginidad de María
(Maria fuit Virgo post connubium, virgo post conceptum, Virgo post partum
– Virgen antes del matrimonio, después de la concepción y hasta después del
parto) (Réau, 1996: 97). Ello
suscitó una contradicción con respecto a la mención de “hermanos y hermanas”
de Jesús en los textos canónicos. Como contrapartida, el Protoevangelio de
Santiago relata que José era viudo y que tenía seis hijos de su primer
matrimonio, a los que Jesús consideraba como sus hermanos por haberse criado
con ellos. De este evangelio se toma el relato en el que la palmera se inclina
para brindar sus frutos a María en un descanso durante la Huida a Egipto, viaje
en el que los acompañan algunos de los hijos de José, especialmente el
supuesto autor del relato, Santiago el Menor. Otro tema popular pero casi
siempre secundario es la representación de los ídolos que se derrumban ante la
llegada del Niño Dios, como reconocimiento a su divinidad.
Santa María la Mayor Roma. Cristo ante Afrodisio. Siglo V. Escena de la Huida a Egipto.
A partir del siglo X se divulga el Evangelio de Nicodemo, un
texto formado por la fusión de dos manuscritos latinos, las Actas de
Pilatos (pese a ciertas objeciones, en general se coincide en datarlo en el
siglo II) y
El
Descendimiento de Cristo a los Infiernos, que dará origen a un tema
creado en Bizancio y que luego pasó – con escasa repercusión – al arte
occidental (Réau, 1996: 554). Se trata de la Catábasis, descenso de Jesucristo
al Limbo de los Justos (Inferos), para encadenar a Satanás y rescatar
a Adán y Eva, Abel, Seth, David, Salomón, Habacuc, Isaías, Juan el Bautista y
el Buen Ladrón entre otros.
San Juan de Mustair. Descenso al limbo. Siglo IX.
En cuanto a la vida de María, prácticamente toda la información sobre
ella está tomada de estos relatos (Protoevangelio de Santiago, Evangelio
del Pseudo Mateo, Evangelio de la Natividad de María, Evangelio
Armenio de la Infancia, entre otros). Los
evangelios tradicionales apenas si la mencionan en circunstancias puntuales,
como la Anunciación, las Bodas de Caná y la Crucifixión. Los textos apócrifos
de la infancia remontan sus relatos hasta la historia de la Virgen: la
esterilidad de sus padres Joaquín y Ana, su Inmaculada Concepción mediante un
casto beso en la Puerta Dorada, su presentación en el templo, las varas de los
pretendientes, su desposorio con José, etc. La Iglesia aceptó como veraces
estos relatos, cuyas representaciones fueron abiertamente incluidas. No obstante
ello, fue únicamente en 1854 cuando la Inmaculada Concepción de María fue
declarada oficialmente dogma. Una vez más, el imaginario popular se adelantó,
por muchos siglos, a la palabra oficial de la Iglesia.
En otro orden, se han
conservado más de setenta manuscritos generados entre los siglos IV y VI que
tratan sobre la Asunción de la Virgen María (Libro de San Juan Evangelista
– El Teólogo; Libro de Juan, Arzobispo de Tesalónica, Tránsito
de la Bienaventurada Virgen María y la Narración del Pseudo José de
Arimatea, entre otros). Las fechas de redacción son coherentes con el
decreto del emperador Mauricio (582-602), que estableció el 15 de agosto para
celebrar este acontecimiento (De Santos Otero, 2002: 305 y ss) en el que María
es llevada en cuerpo y alma al cielo por su hijo Jesucristo (este episodio, en
el que los apócrifos correspondienes relatan que todos los apóstoles, inclusos
los fallecidos, menos Santo Tomás, fueron transportados milagrosamente a su
lecho de moribunda, se conoce también como Dormición, Tránsito o Koimesis).
Finalmente, mencionaremos
un tipo de retratos de Jesús denominados acheiropoietés, o sea,
producidos directamente por divinidad (del griego poïein “hacer” y
kheir “mano”: “no hechos por la mano del hombre”). Uno
es el mandylion, con el rostro de Cristo impreso en el pañuelo o
lienzo del rey Abgar de Edesa, inspirado en un texto muy temprano que consiste
en cartas (Correspondencia entre Jesús y Abgar) citadas por Eusebio de
Cesarea (c. 230-340) en la Historia Eclesiástica (I, 13; II, 1.6-8).
De origen oriental, el tema encuentra su equivalente tardíamente en Europa en
el paño de la Verónica con el rostro impreso de Jesús y cuyo apoyo literario
se basa en las leyendas tardo medievales del Evangelio de la Venganza del
Salvador y del Evangelio de la muerte de Pilatos.
3.
Los apócrifos y la Iglesia
Estos constituyen sólo unos pocos ejemplos entre los innumerables
motivos que han encontrado su única justificación e inspiración en los textos
apócrifos. Sin embargo, pese al papel fundamental que tuvieron en el desarrollo
del arte cristiano al suplir con su riqueza descriptiva la parquedad de los
textos canónicos –incapaces de generar por sí solos la prodigalidad iconográfica
que notoriamente se desarrolla en las escenas cristianas– los evangelios apócrifos
fueron oficialmente prohibidos por la Iglesia. La separación definitiva se dio
en el Concilio de Trento (1545-1563), que declara a la Vulgata latina como «el
único texto auténtico para la enseñanza y la predicación», aunque,
peculiarmente, se establece que «al lado de la escritura debía admitirse
también la tradición, como fuente de la revelación divina» (Paredes, 1999:
632).
Sin embargo, la disociación comenzó con los primeros Padres de la
Iglesia. Acérrimo enemigo de estos textos, San Jerónimo (¿347?-420) los
rechaza por extravagantes y “delirantes” (Mâle, 1931: 212). Su contemporáneo,
el papa Dámaso (366-394) inicia la primera separación entre los libros canónicos
y los heréticos. En el siglo siguiente, el papa Gelasio (492-496) promulga su Decreto
gelasiano (Paredes, 1999: 53) en el que proporciona una lista de los
escritos reprobados, culminando con su condenación. En su decreto, veintisiete
textos del Nuevo Testamento fueron ingresados oficialmente al canon:
«Éstos y otros escritos similares, como los de Simón el Mago, (…)
y sus partidarios, y todos los discípulos de la herejía y de los herejes y los
cismáticos, cuyos nombres apenas fueron preservados, que enseñaron o
escribieron, y no sólo son repudiados por toda la Iglesia Católica Apostólica
Romana, sino que deben ser eliminados los autores y sus seguidores, y condenados
con el indisoluble vínculo del anatema eterno» (Ranke-Heinemann, 1995: 196).
El canon se ha definido como
«… la poesía de Dios donde no se
encontrará ningún producto del mito sino que se verán todas las reglas
inalterables de la verdad» (Croatto, 2002: 467). Ésta
es justamente la clave de los apócrifos más populares: no muestran las reglas
inalterables de la verdad, se conceden exageraciones, fantasías. En los
apócrifos, la imaginación se permite volar, remontarse al mito. El pueblo
raso, el fiel muchas veces ignorante, necesitaba apoyar su religiosidad en el
mito para comprender aquellas enseñanzas que a menudo excedían su
entendimiento, simple y espontáneo.
4.
Conclusión
Aunque fueron marginados y mantenidos a lo largo de los siglos en esa
condición, singularmente los evangelios apócrifos no fueron erradicados en su
expresión artística ni por la iglesia de Oriente ni por la de Occidente. Las escenas inspiradas a partir de sus relatos fueron avaladas por las
propias autoridades eclesiásticas que no sólo las toleraron permisivamente
sino que, sorprendentemente, fueron deliberadamente ubicadas en lugares
destacados, en sitios consagrados, en emplazamientos sacros. No fue el inculto
artista/artesano quien las planificó. Abades, obispos, instruidos clérigos,
importantes comitentes eclesiásticos mezclaron unas y otras escenas, las diseñaron
y ordenaron su ejecución.
Esta concesión no fue inocente. Laicos y religiosos, letrados e
iletrados manejaban ese saber, reconocían las escenas, eran movidos mediante su
contemplación a la piedad y a la devoción.
«(…) lo que las escrituras son
para los educados, las imágenes son para los ignorantes» (San Gregorio Magno
[540-604], Epístola XI 13 PL 77, 1128c). Gregorio sabía que no había
distinción entre esas historias oficiales y aquéllas que eran repetidas de
boca en boca, de generación en generación, amparadas por el deseo de saber más,
de comprender los elusivos misterios de una religión a menudo dogmáticamente
ininteligible.
El poder evocativo, anagógico y didáctico reconocido a las imágenes
se encuentra más allá de la estricta determinación del origen y consideración
de los textos referenciales y constituye un justificativo más que suficiente
para comprender el beneplácito con que fueron, y siguen siendo, aceptadas
dentro del marco de la ortodoxia. El caso testimonia una cierta libertad en la
elección de los temas mediante los cuales se genera el discurso iconográfico,
reconociendo su innegable capacidad de privilegiada comunicación.
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Palabras Clave: Apócrifos – Iconografía – Canónicos – Arte – Cristianismo
© 2007 Ofelia Manzi, Patricia Grau-Dieckmann. Testo pubblicato nella Revista Mirabilia, 6.